Hay que conocer la historia para repetirla o no

lunes, 16 de julio de 2012

¿Por qué se venció en Las Navas de Tolosa?

El lunes, 16 de julio de 1212, tuvo lugar en la península ibérica, la batalla más grande jamás librada en esa tierra. Hubo que esperar hasta la llegada del siglo XX, con la Batalla del Ebro, para que fuera superada en número de participantes y en sangre. Hasta la fecha, el enfrentamiento de 1938, se considera la mayor batalla de la historia de España; pero en segundo lugar, sin duda, se encuentra el choque decisivo de la reconquista, aquel que supuso el declive del Imperio Almohade y el principio del fin de la presencia musulmana en Iberia.
Muchos somos los que hemos oído hablar de Las Navas de Tolosa: aquella gran victoria de los reinos cristianos; aquel día que marcó un hito en la lucha contra los invasores mahometanos; el momento a partir del cual, los hechos de armas se contaron por victorias en favor de los cristianos, o españoles, si se prefiere; el cinturón de cadenas que protegía la haima de Miramamolín, con sus guardias negros anclados al suelo para morir defendiendo a su señor; la carga de los tres reyes... Pero ¿qué pasó realmente én aquella axfisiante jornada veraniega del siglo XIII? ¿Por qué se impusieron las armas cristianas, en unas circunstancias muy similares a otras ocasiones en las que se había fracasado? ¿Por qué se venció en la Batalla de las Navas de Tolosa?                                                                                                               

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Sancho de Navarra, atravesando la
linea formada por los fanáticos
guardias negros de Muhammad
al-Nasir (Miramamolín).

El antecedente directo de este magno acontecimiento fue sin duda, la Batalla de Alarcos. Acaecida casi diecisiete años antes: concretamente el 19 de julio de 1195. Ese encuentro, tuvo importantes paralelismos con tres grandes batallas, que alrededor de cien años atrás, habían librado los ejércitos castellanos-leoneses contra el otro imperio africano que había asolado la península: los Almorávides.
Las principales causas de la devacle de Alarcos, nos recuerdan claramente a las derrotas encajadas por el ínclito monarca: Alfonso VI de León, a finales del siglo XI y principios del XII. En todas esas contiendas se dieron visicitudes parecidas; a saber: la inferioridad numérica por parte de las tropas cristianas; la carga de caballería pesada castellano-leonesa, que con relativa facilidad, rompieron las primeras líneas musulmanas; la rápida penetración de las vanguardias norteñas en el centro del dispositivo africano; la situación de cerco, en la que se vieron sumidas esas vanguardias, a cuenta de la maniobra envolvente por parte de la caballería ligera enemiga; destrucción de las fuerzas rodeadas y desbandada general. En todos los casos, el rey al mando del ejercito derrotado consiguió sobrevivir. Las lides a las que me refiero, protagonizadas por las huestes de Alfonso VI son: Sagrajas (Al-Zalaca) (1086), Consuegra (1097) y Uclés (1108). En la primera, el monarca leonés logró salvarse, pero con una profunda herida en el muslo; en la segunda escapó intacto, saliendo por la «puerta trasera» del castillo de Consuegra; en la tercera, quizá con la lección aprendida, ni siquiera estuvo presente. En cuanto al rutilante rey, conocido como Alfonso VIII de Castilla (o I de Castilla para los amigos leoneses), durante la triste jornada de Alarcos, experimentó una situación parecida a la que sufrió su antepasado en la batalla de Consuegra. Después de consumarse la derrota de los ejércitos cristianos, el rey castellano se replegó a la inacabada fortaleza de Alarcos, de donde se escabulló sigilosamente, probablemente disfrazado, dejando atrás a miles de sus hombres caídos en el campo de batalla o atrapados en la indefendible plaza ciudadrealeña; a cientos de civiles aterrorizados y a varios barones, tomados como rehenes, por los cuales no hizo nada posteriormente en pro de su liberación y que finalmente fueron asesinados. Todo ello después de que ordenara el ataque, sin esperar a los refuerzos leoneses que se encontraban a apenas cinco días de camino, demostrando así una gran irresponsabilidad e incompetencia. Se dice que Alfonso quiso luchar hasta el final; pero que su mano derecha: Diego Lopez de Haro, le convenció para que escapara. Yo creo, que en una situación como esa solo se puede convencer al que quiere ser convencido, sobre todo si el aludido es un rey, pero eso es solo mi opinión.
Vamos a tratar la composición del ejército cristiano en Alarcos, con respecto a las formaciones que se dieron cita en Las Navas, diecisiete años después. Al mando del brillante Alfonso, se encontraban las órdenes monástico-militares de Calatrava, Santiago y la portuguesa de Évora; además de milicias concejiles y caballeros castellanos con sus peones y arqueros. En aquella ocasión, la inefable carga de caballería pesada, corrió a cargo de las órdenes, que fueron seguidas por las milicias. Todas esas fuerzas formaban la vanguardia, dirijida por el señor de Vizcaya: el magnate Diego Lopez de Haro, cuyo valor, fuerza y cualidades en campaña están fuera de toda discusión. Tras haber sido rodeados por la caballería ligera y con las milicias en franca desbandada, las órdenes militares, luchando con un inconmensurable heroísmo, fueron masacradas. A duras penas pudo romper el asedio el de Haro, acompañado por un puñado de caballeros, que mediante una carga desesperada consiguió atravesar el cerco en el que estaban atrapados, librándose así de la degollina generalizada. El resto es por todos conocido: no solo se perdió Alarcos, también Calatrava y Malagón, llegando las hordas africanas hasta las mismísimas puertas de Toledo poco después; e incluso, la catástrofe alcanzó a Madrid, que fue atacada.
Así pues, tenemos a los dos grandes artífices de que se produjera la batalla y masacre de Alarcos, vivos, a salvo y sin el menor rasguño: el obispo de Toledo, que con su algarada en tierras andalusíes quebró la tregua pactada entre almohades y castellanos; y al mismo Alfonso VIII, que por su inconsciencia, al no esperar a los aliados leoneses, propició la matanza entre sus filas y la condena a la esclavitud a muchos de sus súbditos.

Cruz de la orden de Calatrava

Largos años pasaron desde los tristes acontecimientos de Alarcos, hasta julio de 1212; durante los cuales, nuestro rey Alfonso se dedicó a resolver las disputas pendientes con su vecino y tocayo rey leones, al que ya había traicionado tiempo atrás, rompiendo una tregua y ocupando poblaciones leonesas que había jurado no tocar. Hay quien reprocha a Alfonso IX, el que aprovechara la derrota de su vecino, en Alarcos, para recuperar parte de esas tierras arrebatadas y que no se sumara a la cruzada que desembocó en la Batalla de las Navas. Me veo obligado a defender a este monarca. No hay que olvidar que no fue él, el que provocó a los almohades y no fue él el que rompió los acuerdos de paz con Castilla. Y a pesar de esas maniobras rasteras por parte de Alfonso VIII, quiso participar en la batalla de 1195; pero el castellano decidió no aguardar su llegada. Tal vez la catástrofe se hubiera producido de todas formas, nunca lo sabremos; pero eso no quita el hecho de que Alfonso VIII cometiera un acto de temeridad, negligencia y falta de visión estratégica que condujo al exterminio de su ejército.
Y luego está Sancho VII el fuerte, rey de Navarra, el último de la dinastía Jimena y primo de Alfonso. Este culpó a Sancho de lo de Alarcos, por su ausencia. Es posible que el rey navarro hubiese tenido la intención de sumarse a las fuerzas castellanas; pero si Alfonso no quiso esperar al otro Alfonso, el leonés, que se encontraba con su ejército en Talavera, mucho tendría que haberse apresurado Sancho para llegar a tiempo desde su feudo pirenaico. Pero el castellano no perdonó, y en 1199 atacó y conquistó Álava y Guipuzcoa, ayudado por su otro primo: el siempre fiel Pedro II de Aragón, arrebatando así buena parte de su reino a Sancho, a pesar del «acuerdo de paz» al que se había llegado tres años antes en la llamada Mesa de los tres reyes.

Escudo de la dinastía Jimena

Así llegamos al año 1211, en el cual aún estaba vigente una paz ratificada con el imperio Almohade, y que fue rota, como no podía ser de otra manera, por las huestes cristianas. En este caso, de mano de los freires guerreros de Calatrava, que desde la fortaleza de Salvatierra, enclavada en pleno territorio musulman, asolaban y saqueaban constantemente las tierras circundantes con el beneplácito de su monarca, que nunca olvidaría la «afrenta» de Alarcos.
En resumen, aquí tenemos a Alfonso VIII (o I, me es indiferente) de Castilla: un monarca que se distinguió por su absoluta falta de respeto a cualquier tipo de acuerdo o tratado; que aún así, no tenía ningún reparo en acusar de traición a aquellos que le fallaran a la hora de aumentar sus tierras y poder, aunque estos hubieran sido previamente atacados o perjudicados por él; aquí hay un rey que llevó a miles de sus soldados y caballeros a la muerte o esclavitud, por culpa de su incompetencia, mientras él escapaba sano, salvo y sin ni un arañazo; un rey que no hizo absolutamente nada por liberar a los barones prisioneros de los almohades, los cuales terminaron ejecutados. Pues bien, fue este rey el que promovió e impulsó la campaña de 1212, cuyo episodio más destacable sería la famosa contienda de las Navas; fue él el que logró que obtubiera del papa Inocencio III, la categoría de cruzada, por mediación del arzobispo de Toledo: Rodrigo Jimenez de Rada, hermanísimo del gran papa Inocencio, y fue Alfonso VIII, el que ha sido reconocido por la historiografía rancia predominante durante mucho tiempo en España, como el gran triunfador en la batalla más importante contra el islam.
Pasemos a tratar ahora el asunto de Las Navas de Tolosa en si mismo. La llamada del papa a la cruzada, atrajo a la península a varios miles de extranjeros o ultramontanos, en su mayoría franceses, empujados todos por la promesa del perdón de los pecados y, sobre todo atraidos por la idea de la posibilidad de botín y recompensas materiales. Muchos de estos eran veteranos guerreros que habían participado en la cruzada albiguense o cátara. Los mismos que, tres años atrás, habían sido responsables de la matanza indiscriminada en la ciudad amurallada de Beziers, entre otras carnicerías en el Mediodía, más allá de los Pirineos. El miembro más destacado de la expedición ultramontana fue el ilustre arzobispo de Narbona: Arnaud Amaury, al que se le atribuye lo de: «Matadlos a todos, que Dios ya distinguirá a los suyos en el cielo» en los momentos previos a la masacre de Beziers. No se sabe con seguridad si realmente pronunció esa oración; pero me caben pocas dudas de que, real o no, esa oración refleja muy bien la personalidad de aquel hombre de Dios.
Los ejércitos cristianos se concentraron en Toledo. Todos, menos las fuerzas de Sancho VII, se acantonaron en la ciudad imperial o en sus cercanías. Se intentó que los exaltados cruzados ultramontanos quedasen fuera de la ciudad, ya que se conocían sus «azañas» pasadas y presentes; pero aún así, no se pudo evitar que asaltaran la judería de Toledo, saqueándola e incluso asesinando a algunas personas. Por otro lado, también acudieron a la cita las órdenes monástico-militares del Temple, Hospital, Santiago y Calatrava, así como caballeros del reino de León, a pesar de la ausencia de su rey, algunos de Portugal y las milicias concejiles de varias poblaciones.
La cruzada, propiamente dicha, comenzó el 20 de junio cuando la vanguardia del ejército, al mando de Diego Lopez de Haro, atravesó el puente de Alcántara rumbo al sur. Esa vanguardia estaba formada por la mesnada del de Haro, milicias de Castilla y los gloriosos ultrapirenaicos. No tardaron en alcanzar Malagón, en la actual provincia de Ciudad Real, una plaza perdida en 1195, justo después del desastre de Alarcos. Inmediatamente se le puso sitio. Los moros defensores, ante la visión del enorme ejército que les asediaba, pronto aceptaron un acuerdo de rendición. Fue en esos momentos, cuando quedó claro lo que habían venido a hacer los santos soldados y caballeros ultramontanos. Por supuesto, estos cruzados, acostumbrados a los métodos empleados en el Languedoc, no respetaron el acuerdo y pasaron a cuchillo a todos los habitantes de Malagón. Pero, al igual que con la rapiña de la judería de Toledo, se toleró este acto y la campaña continuó. Al día siguiente de esta heroica acción, llegó el resto de la hueste cristiana.
Ahora las miras estaban puestas en Calatrava: una poderosa fortaleza, también ciudadrealeña, que había sido creada por los moros, conquistada por Castilla y vuelta a perder tras lo de Alarcos. Cuna de los monjes guerreros que adoptaron su nombre, después de que los caballeros del Temple la abandonaran en 1157, aduciendo que era indefendible. Este motivo, que dieron los templarios para abandonar Calatrava, ha sido tomado al pie de la letra por varios historiadores. No puedo dejar de pensar que creer eso es, cuando menos ridículo, ya que estamos hablando de una organización de guerreros que siempre estuvieron en las zonas fronterizas en los dos frentes abiertos de la cristiandad en aquella época: Tierra Santa y la península Ibérica. Estamos hablando de aquellos que se lanzaron al combate en las batallas de la Fuente del Berro  y los Cuernos de Hatting en Tierra Santa, en condiciones tremendamente desfavorables. Hablamos de aquellos que sacaron las castañas del fuego al ejército de Luis VII, durante la segunda cruzada; donde apenas trescientos caballeros del temple contuvieron y rechazaron a miles de musulmanes. Los caballeros Templarios fueron la punta de lanza de la reconquista, sobre todo en Aragón, desde que Alfonso I el batallador los introdujera en esta tierra, en la primera mitad del siglo XII. Y estos soldados, estaban a punto de protagonizar, a mi juicio, la mayor gesta de su historia en España; aparte de la que protagonizarían en el futuro, ya en el siglo XIV, al negarse a acatar su disolución ordenada por el papa, cuando se prestaron para la resistencia en cinco castillos catalano-aragoneses entre otros, en donde lucharían incluso hasta la muerte en algunos casos, durante más de un año.
Las fuerzas cristianas alcanzaron Calatrava a finales de junio. Como ocurriera en Malagón, se repitió el asedio y el temprano acuerdo en favor de los cruzados. Pero esta vez, estaba presente el grueso del ejército, con el rey Alfonso a la cabeza y el pacto se respetó, ya que no era costumbre en España las matanzas desatadas durante el medievo, pocas veces ocurrieron. Ese respeto de lo pactado, desagradó en extremo a los ultramontanos, que ultrajados (ya que ellos no habían venido aquí a parlamentar o a pactar, si no a matar y a saquear) decidieron abandonar la campaña en masa. Únicamente el arzobispo de Narbona, con unos cientocincuenta caballeros, permaneció junto al ejército cristiano. Debido a esta defección, la hueste alfonsina descendió considerablemente. Sabemos que el tema de las cifras es muy complicado. Si incluso en batallas del siglo XX, es dificil establecer el número de participantes y de bajas, como no va a serlo si hablamos del siglo XIII. Pero se calcula que las tropas cruzadas descendieron, de entre ochenta o noventamil, hasta sesenta o cincuentamil efectivos, que serían, más o menos, los que se enfrentarían al poderosísimo ejército Almohade, dos semanas después de la conquista definitiva de Calatrava.
La siguiente parada sería Alarcos, de triste recuerdo para Alfonso VIII, los freires de Calatrava, Santiago y para muchos otros. Se tomó sin mayores dificultades. A la vista estaba ya el castillo de Salvatierra, que había sido sometida por las huestes de Miramamolín, después de una llamada a la guerra santa, a cuenta de las constantes razzias sobre tierras andalusíes, cuyo origen era esa fortaleza de Salvatierra, custodiada por los de Calatrava. También las fuerzas del rey castellano habían realizado expediciones en tierras de lo que hoy es la provincia de Jaén, durante la vigencia de la tregua.
Prosiguió el avance hacia Sierra Morena, por parte de los cristianos, a cuyas filas ya se había sumado Sancho el fuerte (presionado por el pontífice) con doscientos caballeros. Ahora, el principal obstáculo era la formación montañosa que tenían delante, la cual les separaba de las fuerzas de al-Nasir, que con buen criterio, había decidido esperar detrás de la sierra, a que los cristianos pasaran por el puerto del Muradal, hoy Despeñaperros (un nombre muy español, por cierto). Al-Nasir, había colocado a parte de su ejército guardando el paso de la  Losa, un paso del que se decía que mil soldados, podrían defenderlo de cuantos habitan el mundo. Alfonso y su gente, sabían que adentrarse por aquel lugar sería poco menos que un exterminio asegurado para ellos. El señor de Vizcaya, envió a su hijo Lope, a reconocer y ocupar si fuera posible, las alturas del Muradal, con una pequeña fuerza como destacamento de vanguardia. Allí se toparon con el castillo del Ferral, cuyos defensores se lanzaron a hostigarles tan pronto les detectaron; pero los hombres de Lope resistieron hasta el día siguiente, 12 de julio, cuando llegó el grueso del ejército y los moros del Ferral se replegaron prudentemente, para reunirse con el ejército Almohade.
Allí estaba la gran masa de combatientes cristianos con dos opciones, ambas descorazonadoras: la primera, aventurarse por el paso de la Losa, una alternativa que de elegirla, probablemente convertiría a la expedición en otro Alarcos; la segunda, volverse por donde habían venido, con la consiguiente verguenza y deshonor que traería eso. Alfonso VIII eligió la primera opción. No es de sorprender esto, ya que pensaría que, como en otras ocasiones, aunque su gente fuera exterminada, él se salvaría.
Pero hete aquí que apareció de pronto la mítica figura de un misterioso pastor, que informó al santo ejército acerca de un camino alternativo, más seguro, para cruzar las estribaciones de Sierra Morena, y los guio por él. Este pastor legendarío, identificado por la historiografía posterior, como Martin Alhaja (un personaje que, casualmente también ayudó a las tropas de Alfonso, treinta y cinco años antes, según la leyenda), como san Isidro o hasta como un angel, fue calificado por el arzobispo Rodrigo Jimenez de Rada, en su crónica, como «escoria del mundo». No olvidemos que el Arzobispo estuvo presente en aquellos acontecimientos. Es interesante el tema del milagroso pastor, glorificado cientos de años después de los hechos; pero despreciado por algunos de los protagonistas. Pero eso es una historia aparte.


Monumento a ¿Martín Alhaja,
san Isidro, el arcangel Gabriel... ?
 Sea como fuere, el caso es que las fuerzas de la coalición se plantaron en la explanada conocida como Mesa del Rey, el día 14 de julio. Los dos inmensos ejércitos estaban cara a cara por fin. Frente a los cruzados se hallaban, aparte de las fuerzas Almohades, voluntarios fanáticos de todo el Magreb, tropas andalusíes de los sometidos reinos de taifas, los guardias negros de Miramamolín (imesebelen), la terrorífica caballería ligera mahometana, incluyendo jinetes arqueros turcos (los Agzaz) e incluso, fuerzas cristianas desnaturalizadas y vendidas. En total, muy probablemente el número de los efectivos Almohades ascendería a cien mil, e incluso algo más; aunque volvemos al problema de las cifras, esta sería, más o menos, la cantidad de enemigos con los que se toparon los hombres de Alfonso, es decir: aproximadamente el doble que ellos.
Los Almohades se prestaron para la batalla rápidamente. Lanzaron contra los cristianos a algunos caballeros para hostigarles. Pero sin mayores consecuencias, se llegó al día siguiente. El día 15 de julio, amaneció con los Almohades formados en orden de combate. Los cristianos rechazaron la «invitación» y se limitaron a escaramuzear. Con esto, Alfonso VIII, se vengó parcialmente de sus enemigos, ya que esa situación, con uno de los dos ejércitos prestos para el combate en balde durante horas, ya se había visto en 1195 cerca de Alarcos, pero con las tornas cambiadas.
Y llegamos así, al largamente recordado 16 de julio de 1212. Tras el perdón general, concedido a todos los reyes, condes, caballeros y hombres de armas de la hueste cristiana, se preparó el escenario para desencadenar la batalla más colosal jamás vista en estos lares.
Las fuerzas se distribuyeron en tres líneas, divididas a su vez en: centro, flanco izquierdo y flanco derecho. La vanguardia, como siempre, estaba formada por la mesnada de Diego Lopez de Haro, acompañada por caballería, mezclada con milicias a los flancos. En el centro de la segunda línea, formaron las cuatro órdenes con sus cuatro maestres, junto a la mesnada de Gonzalo Nuñez de Lara. Los flancos estaban protegidos por más caballería mezclada con milicias. Y la tercera línea, o retaguardia, estaba mandada por el mismísimo Alfonso, junto al arzobispo de Toledo, el de Narbona y otros prelados; y lo supuestamente mejor de la caballería cristiana en el centro, con el flanco izquierdo cubierto por el rey Pedro y el derecho por Sancho. En ambos costados, también había milicias, que estaban mezcladas en todo el dispositivo con caballeros, para evitar que se desbandasen, como había ocurrido en Alarcos.
Ya estaba todo dispuesto para el combate definitivo. Y así fue, por la «voluntad de Dios».

Comenzó la carga de caballería, que descendió por las inclinaciones de la Mesa del Rey, protegida de la lluvia de flechas moras, por una densa arboleda. Sin apenas bajas, alcanzaron las primeras líneas enemigas, formadas por débil infantería ligera, a las que desbarataron sin problemas. La paliza que se llevaron las primeras filas musulmanas, compuestas por voluntarios del imperio, fue tal, que a la caballería cristiana le sobró empuje para embestir contra la segunda línea del ejército Almohade, en la que formaban guerreros veteranos almohades, junto a los andalusíes. Pero los norteños cayeron en la trampa de siempre. A pesar del buen comienzo, al barrer la vanguardia mahometana, los caballeros se desgastaron y desorganizaron. Y se vieron frenados, complicados en violentos combates contra los aguerridos almohades (los andalusíes no estaban tanto por la labor). La segunda línea del ejército cristiano también había penetrado, sumandose a la lucha. Fue entonces cuando actuaron los flancos de Miramamolín: la caballería ligera, tal y como habían hecho en otras varias ocasiones, comenzó a flanquear a los atacantes, rodeándoles, castigándoles por ambos lados y por la retaguardia y; colocando a los cristianos, en una situación desesperada, tal y como estaba previsto, tal y como había ocurrido varias veces en el pasado. Al menos, dos tercios de las fuerzas de Alfonso, se hallaban rodeadas, hostigadas en todas direcciones y con las milicias en plena huída. Y es ahora cuando llega el momento de plantear la pregunta que formulaba al principio. En esa situación, clavada a la que habían padecido los ejércitos del norte, en otras batallas campales del pasado, ¿Por qué esta vez el resultado fue diferente?
Los combates se sucedieron durante interminables minutos. Alfonso llegó a declarar a su arzobispo Rodrigo: «arzobispo, muramos aquí, vos y yo, pues no es ninguna deshonra caer en estas circunstancias». El aludido le respondió que ni de coña, que se preparara para atacar al enemigo y que si Dios lo quería, ese día conocerían la victoria y no la muerte. Y entonces se produjo la famosísima carga de los tres reyes, que con una endiablada embestida, destrozaron a las fuerzas Almohades y alcanzaron hasta la zona en donde los imesebelen protegían la haima de Miramamolín.
Nada más lejos de mi intención, el quitar mérito a la carga de los reyes. Sancho VII, fue uno de los primeros en atravesar la línea de cadenas defendida por los fanáticos negros. No en vano desde entonces, aquellas cadenas forman parte del escudo de Navarra. El fuerte, con sus 2,23 metros de altura (no puedo creer que midiera tanto), debió de ser un guerrero formidable. Y que decir de Pedro II ¿el católico?, aquel que un año después moriría rodeado de cadáveres de sus enemigos, enemigos que no serán infieles musulmanes, si no cruzados cristianos que habían esclavizado y asesinado a muchos de sus sudbitos y aliados, al otro lado de los Pirineos, en lo que hoy es el Sur de Francia. En cuanto a Alfonso, pues andaba por ahí; pero no se le conocen más hazañas en esos trascendentales momentos y, aún así, se ha llevado todos los méritos de aquella enorme victoria.
El caso es que, en otras contiendas en las que los acontecimientos se habían sucedido de forma casi calcada a la de ese 16 de julio, fueron los musulmanes los que cargaron contra los cristianos, después de rodear y exterminar a la mayor parte del ejército cristiano, como ya he mencionado más arriba. Y entonces ¿por qué esta vez fue la retaguardia cristiana la que pudo cargar? Creo que es lógico pensar, que ese ataque pudo tener lugar debido a que el centro de la formación cristiana, a pesar de la situación comprometida en la que estaban, aguantaron y entretuvieron a lo mejor de las hordas Almohades, lo suficiente para que la carga pudiera producirse. Y ¿como es qué aguantó el centro en aquella jornada, cuando en otras batallas había sido masacrado? ¿Quienes estaban allí, que no habían estado en los otros encuentros? ¿Cual era la diferencia? En mi modesta e insignificante opinión, la diferencia la marcó la presencia de los caballeros del templo de Jerusalén: los Templarios.
La orden fue fundada en 1118. Antes que ellos, ya estaban los hospitalarios; pero los monjes del templo de Jerusalén, fueron los primeros en combinar el oficio de monje con el de soldado y, al cabo de poco tiempo, los templarios, mucho más soldados que clérigos, se convirtieron en el primer ejército profesional en Europa, desde el Imperio Romano. Las demás ordenes monástico-militares, posteriores todas ellas, fueron creadas a imagen y semejanza del Temple, pero ellos eran los «originales». Con el paso de los años fueron perfeccionando sus estrategias y sus despliegues en el campo de batalla, a medida que crecía su número de miembros, los cuales se extendieron por la mitad del continente. Las tácticas de esos guerreros se basaban siempre en una visión de conjunto, nunca en individualides. La infantería combatía en formaciones cerradas, la caballería les apoyaba, o al revés; pero siempre sin perder el orden de batalla. Fueron los únicos que admitieron a plebeyos en sus filas (sargentos), con prebendas casi idénticas a los nobles y también introdujeron a la caballería ligera en sus formaciones (turcoples), aunque estos no actuaron en España. En definitiva, creo que ellos, en gran medida al menos, fueron los que posibilitaron que las cercadas fuerzas cristianas resistieran, propiciando así, la carga de los tres reyes, una carga que fue imposible en otras lides pasadas.
Se podría objetar que aparte de los Templarios, también estaban en medio del «fregado» los de Calatrava, los de Santiago y la gente de Diego Lopez de Haro. Por supuesto que sí; pero, sin cuestionar la valía de estos guerreros, no hay que olvidar que esos mismos también estuvieron presentes en el desastre de Alarcos, en una situación muy parecida y con el resultado que ya conocemos.
Un dato significativo a destacar es que, el maestre del Temple: Gomez Ramirez sucumbió aquel día. Eso da una idea de la intensidad del combate en la que se vieron sumidos los Templarios. Las demás órdenes corrieron la misma suerte: el maestre de Santiago murió poco tiempo después, a consecuencia de las heridas sufridas en aquella jornada y, el de Calatrava, quedó tan maltrecho que fue sustutuido en el mismo campo de batalla.
El cronista Rodrigo Jimenez de Rada, se seshizo en elogios hacia las órdenes, sobre todo a la de Calatrava; pero tampoco faltaron cumplidos en sus escritos dirigidos al valor, arrojo y capacidades de los caballeros Templarios. No quiero decir, ni por asomo, que los del Temple ganaron solos la batalla. Pero sí que fueron un factor de vital importancia, tal vez decisivos aquel día. ¿Por qué la historia ha elevado a los altares al rey castellano y a su arzobispo, en detrimento de los demás? Alfonso era el rey de Castilla, el reino predominante en España, sobre todo desde entonces. Alfonso VIII siempre fue un buen amigo y servidor de la iglesia de Roma, a diferencia de sus parientes Pedro y Sancho. Y los Templarios, eran una orden de origen extranjero al fin y al cabo; que acabaron siendo acusados de herejía a principios del siglo XIV, condenados, torturados y ejecutados algunos y, finalmente disueltos por mandato del papa. ¿Cómo, en esta España pasada y presente, se les iba a reconocer mérito alguno? Por supuesto que hay historiadores rigurosos que asi lo hacen; pero por lo general, la participación de estos caballeros en la jornada de Las Navas, ha sido eclipsada en gran medida, en favor de algunos que no lo merecen tanto. No es de extrañar: todavía se presentan, en ocasiones, los hechos de Covadonga en 722, como el origen de la reconquista de ¡España! Y a Pelayo como a un rey cristianísimo, que se impuso a los infieles moros, socorrido por la virgen María en la batalla. Esto solo es un ejemplo, pero es sabido, que ha habido y hay muchos más.

El ejército Almohade había sido deshecho. Los obispos presentes comenzaron a entonar el Te Deum, cántico secundado por muchos de los componentes del ejército vencedor, dando así, las gracias a su dios por la victoria. Pero las hostilidades estaban lejos de haber concluido. A partir de entonces, bastantes grupos y destacamentos cristianos, se dedicaron a la persecución de los restos del descompuesto ejército musulmán. Muchos fueron alcanzados y exterminados en su intento de huída.
Los cristianos acamparon para reponerse de tan dura jornada durante un día y medio, que dedicaron a descansar, curar heridas y enterrar a sus caídos. El día 18 levantaron el campamento, tal vez repelidos por el insoportable hedor que se respiraría en el ambiente a causa de los miles de cuerpos que yacían en todo el campo a merced de los carroñeros y del sofocante calor de julio.
Los ejércitos cristianos prosiguieron el avance hacia el sur. No sin antes haber asaltado los cercanos castillos de Vilches, Baños y Tolosa. Este último, que dió nombre a la histórica batalla, se dice que fue bautizado así por el arzobispo de Narbona, en referencia a sus principales enemígos de aquel momento: los condes y caballeros del Languedoc, encabezados por Raimundo VI de Tolosa. El asalto de esos castillos corrió a cargo de los freires de Calatrava, apoyados por el susodicho arzobispo de Narbona. Los tres castillos fueron tomados y, por supuesto, sus defensores fueron asesinados sin excepción.
Las noticias de la derrota, de la persecución y de las matanzas en los castillos, se extendieron como el aceite derramado. El pánico se apoderó de los habitantes de Baeza, que abandonaron la ciudad junto a algunos supervivientes del ejército de Miramamolín que habían recalado allí. Solo unos cuantos ancianos e impedidos, al no poder viajar, decidieron encerrarse en la mezquita de Baeza. Cuando los calatravos llegaron a ese lugar y comprobaron el panorama, no se les ocurrió otra cosa que incendiar la mezquita. Los ancianos, heridos e impedidos que allí se hallaban, murieron abrasados, axfisiados o aplastados, todos ellos. Con esta acción, junto con la de los tres castillos, aparte de las correrías lanzadas desde la fortaleza de Salvatierra, los monjes de la orden de Calatrava tendrán, a mi juicio, el dudoso honor de ser considerados como los «cruzados de España».
Para el día 20 de julio, las fuerzas cristianas habían alcanzado la ciudad de Úbeda, a la que sitiaron. Tres días después fue asaltada. Pedro II, puso especial empeño en esta empresa. Él y su gente consiguió abrir brecha en una de las torres, por las que irrumpieron las hordas de Cristo. Aquí tuvo lugar uno de los puntos más oscuros de la campaña y, que marcó su final: los hombres de Dios dieron rienda suelta a sus instintos, saqueando, matando e incluso violando a muchas mujeres en Úbeda. Se llegó a una especie de acuerdo, en el que se impusieron unas prohibitivas condiciones monetarias, que muy pocos pudieron cumplir. La mayoría de los supervivientes a la matanza, fueron convertidos en esclavos. Poco después, una epidemia de disentería, junto a otras enfermedades causadas por las numerosas violaciones, unidas al lógico cansancio y desgaste después de más de un mes de caminatas, asedios, asaltos, combates, batallas, etc. dieron lugar al abandono de la campaña y al fin de la cruzada. Úbeda y Baeza no pudieron ser retenidas para la cristiandad y poco después, fueron recuperadas por el islam, hasta su conquista definitiva, más de veinte años después.

Tanto Pedro II, como Sancho VII, regresaron a sus tierras habiendo obtenido como beneficio, poco más que la gloria eterna por su heroísmo. Lo mismo, más o menos, se puede decir de los Templarios. Todos ellos serían ensombrecidos en el futuro por la figura del rutilante rey Alfonso VIII, el gran triunfador, el único que ganó tierras y, el que más riquezas, gloria y reconocimiento se llevó de todo aquello.
Quiero creer que, algún día, la historia haga justicia finalmente y, ponga a cada uno en su lugar de manera definitiva.


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